viernes, 27 de julio de 2007

2008


Ciudad Invisible
Cronica y periodismo independiente desde Valparaíso
( numero 23, septiembre-octubre-2008)
Texto: Videodromo por Alvaro Bisama
Ilustración: Claudio Alvarez




CENTEX , programa del centro de extension
Nacional de la Cultura y las Artes
(oct-nov-2008)



Catalogo: Chile Pin-up:
Cuerpo chileno popst-dictadura , un monstruo contemporaneo genéticamente neobarroco
Texto: Pélicula Snuff por Alvaro Bisama

Películas snuff

Por Álvaro Bisama

Moscas (como los signos de puntuación, los acentos falsos de una pintura realista); mapas hechos de carne (como las líneas de un atlas de Chile), infinidad de cuerpos mutilados (como los habitantes de ese país); perniles (como el leimotiv de una intimidad nacional) ; anfibios (que explotan en manchas de óleo de modo sorpresivo); Pinocho multiplicado (quizás como un serial killer en retiro); excrementos (que son quizás más despojos de aquellos cuerpos cortados); Piolín y el Chapulín Colorado (héroes toons listos para arrancarle la cara a dentelladas a quien sea) ; taca-tacas salidos del infierno y flippers de carne (como verdaderos aparatos de tortura pop); la Junta Militar (como robots); naves espaciales que invaden Valparaíso (como la sugerencia de que Ed Wood es quizás más interesante que Juan Downey); un perro fox terrier (que es el que Juan Luis Martínez pero perdido como un quiltro callejero); pollos con vagina (que bailan coreografías desquiciadas); Allende (esbozado en una nalga); Pinochet (golpeado en un ring de box); más cuerpos cortados (este Chile está lleno de ellos) ; telas que se doblan por la mitad (agujeros negros rumbo a algún infierno cenobita).

Todo lo anterior está en “CHILE PIN-UP: Cuerpo chileno post-dictadura, un monstruo genéticamente neo-barroco”. Todo eso es el arte de Mario Ibarra a.k.a Paté: la investigación sin fondo en las escatologías de lo local y sus saldos insoportables. Una obra que remite a la posición de un sujeto nacional hecho retazos, en medio de un imaginario chileno saturado por los restos del autoritarismo, la mala televisión y la estática de una cultura desformada por la violencia de la Historia.

Porque así trabaja Paté: desde la crisis total. Desde el imperativo moral de un arte que debe chocar, conmover, irritar. Si no duele, no vale y es, quizás, ese costado apelativo respecto al público el que vuelve profundamente moral esta muestra. Aquí, el espectador está sometido a decidir con qué imágenes se queda, cuáles usa como reflejo de su propio desconcierto, cuáles desecha porque sencillamente no puede procesarlas. Artista extremo, Paté pone a prueba la representación del horror, volviéndolo algo íntimo, algo doméstico. Hay valentía ahí: en “CHILE PIN-UP” uno se interna en un laberinto sin salida que remite a la disolución de cualquier proyecto moderno, al choque de signos que engendró el golpe militar de 1973, a los debates sobre la situación patrimonial de Valparaíso, a la pregunta sobre el rol del artista en los enclaves del nuevo milenio.

Hiperreal, estas imágenes son nuevas pieles para viejas ceremonias. Pinta, corta, pega, anima y mezcla en la intimidad de su taller. Aquí hay óleos, collages, stopmotion, animación cuadro a cuadro, grabaciones caseras, etc. Todo, para cortar y pegar pedazos de lo chileno en la cercanía del Bicentenario y evitar cualquier clase de postal, de discurso apologético respecto a nuestra identidad. Por el contrario: está en su obra la lucha contra cualquier epifanía que no provenga de la violencia, que no remita al cuerpo como un campo de batalla que se ha transformado en masacre, ironizando continuamente sobre el desmembramiento del mismo. Porque el gore de Paté no es slasher, no remite a un rito de paso sino que se trata de algo maduro, invocado como modo de descifrar una crueldad que es siempre política; una gramática desde donde se redactan los discursos que invocan el paisaje.

Por eso los mapas. En cierto modo, todo aquí es un mapa: la parodia de la cartografía de una pesadilla nacional hecha de caminos como heridas, como imágenes sanguinolentas que recuperan en aquella ola de mutilación alguna forma de sentido histórico. Porque Paté trabaja desde Valparaíso pero los alcances de su proyecto cubren un espectro mayor. Esta exposición es una historia de la pintura chilena. Están ahí las citas al realismo naturalista, el uso heráldico del óleo y la madera policromada como soportes provenientes de la tradición; pero también el video arte, la instalación y las nuevas tecnologías como soporte. Pero Paté pone en suspenso todos sus valores: en la bahía flotan pedazos de huachalomo (que puede ser también osobuco o posta); los trazos de la pintura se vuelven cada vez más gruesos, como explosiones atómicas bonsái; el video arte se convierte lisa y llanamente en pornografía pop; y el low tech se devela como una impostura que transfigura de modo feroz los escombros del puerto .

Así trabaja Paté: evade los decorados de la nostalgia mientras se interna en los simulacros del miedo. Abre los ojos frente al abismo, como dijo alguna vez Roberto Bolaño de James Ellroy. Es difícil encontrar otro artista chileno que apueste en este nivel, que desfigure la academia, la tradición y las formas consensuadas de la memoria para reflexionar sobre qué es la nación de esta manera. Paté construye acá una tradición propia. Un museo personal. Una novela completa que es un thriller bestial sobre los laberintos de nuestro imaginario, los colores turbios del pabellón patrio reflejados en un juego de espejos infinito, los desastres afectivos de un cuerpo que no sabe cómo pegar sus partes rotas.

Este espanto tiene método: es el que la historia de Chile ha ejercido en los años recientes sobre los ciudadanos; traducido acá en los escenarios de una ciudad que ha ido decayendo, conservada en el formol de lo turístico. Son los sonidos atonales del imaginario pop chileno. Todo vale. Por ejemplo; a Paté filmar le resulta una extensión del acto de pintar, como si fuera su continuación natural, casi mecánica. No hay ninguna impostura ahí y ese gesto doméstico es en sí una lección inquietante que se refiere a la miniaturización progresiva de la industria del cine y de todo arte, a lo que enseñan en las escuelas de la materia, a cualquier clase de pretensión disciplinaria.

Porque en “CHILE PIN-UP: Cuerpo chileno post-dictadura, un monstruo genéticamente neo-barroco” no hay catarsis. Ni salvación alguna. Paté trabaja sobre el Chile en el que vivimos, sobre lo que hay detrás de nuestros párpados. Y lo hace sin compasión. Sin piedad. Mientras gran parte de los artistas chilenos de su generación trabajan formas que les hagan más llevadero el olvido, él recuerda. Como dijo alguna vez Enrique Lihn, el estilo es el vómito. Puede ser. Paté lleva las implicaciones de esa frase hasta el límite. Convierte la deformidad en una lengua nacional hace de su arte puro snuff. Brilla en él esa clase de crimen como una estética inevitable, representado con la nitidez demoledora de un pincel que decide hacer de toda mancha, un laberinto de vísceras donde el espectador aprende a perderse. Porque Paté es el mejor documentalista de nuestras pesadillas porteñas, de nuestras pavorosas pesadillas chilenas.