viernes, 27 de julio de 2007

1987


Arte y letras, del diario El Mercurio 18/01/1987
La Difícil Ingenuidad, Un Concurso
Por Waldemar Sommer

Parte de los participantes seleccionados y todos los premiados de una justa plástica convocada por la Universidad de Valparaíso, durante la primavera última, se muestran ahora al público santiaguino —Galería de la Plaza—. Se trata del Octavo Concurso Nacional de Arte Joven. Aparecen escasos nombres conocidos. Tampoco abundan las personalidades definidas. Mucho epígono, en cambio, de nuestros grandes artistas jóvenes. Destacan, eso sí, unos cuantos nombres. Jaime León, en primer término. La atmósfera sugerente, densa, que emana de su políptico, de ascética coloración, pero de claroscuro y tonos neutros muy ricos, proclama la experiencia de una verba independiente, madura.
Entre los pocos y casi nada atractivos escultores del concurso, una excepción, Carlos Figueroa. El carácter simbólico y las síntesis formales de su "cena" están bien concebidos y manifestados, aunque para actuar sobre el espectador necesita un amplio espacio vacío a su alrededor. Respecto al Gran Premio del certamen, la pieza en granito de José Vicente Gajardo, no pudo viajar por razones de peso y no resulta posible juzgarla por fotografías.
Un nombre nuevo en las disciplinas de dos dimensiones, Mario Antonio Ibarra. Logra él imponerse a través de un bien pintado lienzo, de sensibilidad expresionista y vigor considerable. Por su parte, Peter Kroeger obtiene con los gruesos trazos negros de su pintura un vago y curioso efecto de xilografía. Compuesto satisfactoriamente, este cuadro posee, no obstante, una zona confusa: la constituida por las formas que se aglomeran sobre el arco estructural derecho de la tela.
Josefina Guilisasti, mientras, ofrece un correcto estudio pictórico de doble personaje visto de espaldas. De Ornar Gatica se han expuesto obras neoexpresionistas más enjundiosas que su actual díptico. Pese a algún encanto en el detalle,el par de pinturas de Eduardo Ahumada, para terminar, tiene mucho de ilustración y de estampa chagallesca.
El enorme y merecido interés que hoy día despierta en todo el mundo la pintura ingenua, la convierte en atributo artístico de lo más apetecible. Así no faltan autores que, intelectualmente, ceden a ella como intermediario creador, por ajena que resulte a su sensibilidad. Por otro lado, las galerías de arte, de un modo periódico, están proponiendo —sobre todo en las principales urbes internacionales— flamantes descubrimientos de semejante clase; por desgracia, no muy a menudo la calidad de su producto consigue convencer. Es que el artista candoroso no se hace, nace. Sin embargo, debe reconocerse que las fronteras que delimitan ese ámbito de expresión tan particular son, a veces, harto brumosas. En Chile tenemos un caso magnífico en tal sentido. Asimismo, nuestro país cuenta con toda una pléyade — vivos y muertos— de cultores innatos de la ingenuidad.
Una demostración tangible de lo que acabamos de decir puede hallarse en la actual exposición de Galería La Fachada. Conviven ahí, junto a quienes recurren — en ocasiones rarísimas, con acierto— al recetario naive o a quienes sólo ostentan una aproximación más o menos relativa a espíritu primitivo, naifs indudables. Y en este último caso, cada uno de ellos se convierte en un microcosmos singular, de perfiles propios. Ubicamos viejos conocidos y otrqs que resultan novedad: María Luisa Bermúdez, Federico Lohse, Carlos Paeile, Arturo Rojo, Elisa Castro, Carlos Aceituno.
Bermúdez surge, esta vez, menos fantasiosa, apegándose a una realidad más bien pedestre; solamente el "florero" y su contrapunto ornamental proclaman las virtudes extraor-dinarias de la autora. Un frutero de bello colorido y el jarro, que incluye un inesperado par de plumas de pavo real, nos hablan de los méritos de Paeile. Si en Lohse el feísmo es ante todo formal — ¡qué crudeza de factura!—, sus imágenes pueriles encierran un ánimo naif muy puro. En cuanto al repertorio marinero de Rojo, aquí los "botes en alta mar" se convierten en una variación seductora. Castro y Aceituno resultan artistas mucho más recientes. Frente a los logros desiguales de sus compañeros de sala, el encanto de las descripciones ciudadanas, miniaturistas, morosas del segundo sabe mantenerse a través de los cinco lienzos con el barrio Bellavista como modelo. En Castro se da una audacia de concepción, simple y elemental. Su "maceta de flores" cuaja con plenitud esa característica. Otros participantes de esta muestra revelan, como anunciáramos antes, vínculos relativos — en mayor o menor grado— con la ingenuidad. "El alférez", de Guillermo Torres O., comparte, sin duda, el caudal de los pintores naifs, además de lucir un acorde cromático de vibrante limpieza. Menos próxima a aquéllos está Bernardita Zegers, cuya pequeña naturaleza muerta surge deleitosa. La novel Andrea Carreño, entretanto, deja asomar cierta dosis de surrealismo conceptual, que se materializa con bastante mayor riqueza de imagen en su pintura con un frutero sobre mesa, y al lado de la ventana. Todavía más lejanas que los anteriores parecen las dinámicas ornamentaciones de Livio Scamperle.
Francisco Muñoz y Gustavo Naranjo plasman la voluntad consciente de -expresarse mediante la verba nai've. Hasta cierto punto, eso lo consigue mejor Naranjo: hay equilibrio y alguna gracia en sus figuras al borde del agua y en la "caída de Adán". Muñoz, por el contrario, denota pesadez y abigarramiento en sus cuadros. Sin embargo, un hálito misterioso nace del fondo verdoso y de los espectadores de un vigoroso "circo" suyo. En lo que se refiere a las estampas de Lucía Pardo, éstas dependen demasiado de fórmulas pictóricas caribeñas. Finalmente, a Mario Atalah, fuera de hallarse en una órbita bien distinta a la primitiva, le falta aún desarrollo plástico bajo un orientador adecuado.

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